domingo, 18 de septiembre de 2016

Las Lunas de Rona. Cristina Pernas

Las Lunas de Rona
Disponible en la Web editorial -sin gastos de envío-, pinchando en: Las lunas de Ronao pidiéndolo en Librerías, Casa del Libro... con su ISBN: 978-84-94547331.
Más datos del libro y reseña en el blog de Libros Mablaz: Las Lunas de Rona 

Después de un verano agitado en que "Rona" ha estado viajando y mostrándose en varias presentaciones, os muestro un extracto de la novela.

Sinopsis

Las lunas de Rona nos habla de historias de hoy, de personas como cualquiera de nosotros, inmersas en un mundo globalizado, en el que a pesar de estar conectados e informados, nos sentimos pequeños y virtualizados por completo, en muchos aspectos de nuestra vida.


Rona, vive una existencia gris en la que lo virtual y lo real se confunden, se entremezclan. Su voz, que muestra a través de un blog en Internet, es un eco de la incomunicación y soledad que sacuden nuestra sociedad. Una realidad en delicado equilibrio, que se romperá  por un pequeño accidente, un hecho aparentemente insignificante, que cambiará el rumbo de su vida y de la de los que la rodean. Lo inesperado  desencadenará historias que se irán tejiendo alrededor de Rona y sus lunas, transformándolo todo para siempre. Porque… ¿qué pasaría si una pequeña mentira se convirtiese en un contenido viral en las redes sociales, llegando a miles de personas en un instante y no hubiese marcha atrás?



Una narración secuenciada como si del ciclo de la Luna se tratase, para los que un día olvidaron vivir la vida.


Y es que, nuestras lunas tienen su origen en nosotros mismos, éstas se van formando con pedazos expulsados de las muchas colisiones y pruebas que vamos viviendo. Las lunas de Rona, no eran sino restos incandescentes que flotaban a su alrededor y que fueron configurando su amado satélite.

Siempre había oído hablar de los contenidos virales en las redes. Ella se había convertido en un virus, que infectaba a usuarios sensibles que propagaban su enfermedad a otras personas, no pudo sino sonreír.
Era como si al alcanzar ese límite, rebotase de repente hacia la más absoluta soledad, donde residía ella.
…su interior era una tormenta que lejos de arreciar, se desbordaba y no fue el amor el que acudió en su ayuda, sino el miedo, un viejo conocido que poco a poco enterraba su corazón.
Primeras páginas de la novela, aunque me salto el prólogo (no porque no sea interesante) y pasamos directamente a la novela:
1. Once in a blue Moon
(Una vez cada luna azul)

Son las partículas de ceniza las que podrían hacernos ver a esta mágica Luna de un intenso color azul. Porque en realidad nunca ha tenido esa tonalidad. Fue en un calendario agrícola, en el siglo XIX, en el que, junto a la Luna llena del lobo, de la nieve, de la rosa o de la cosecha, apareció nuestra dama azul. Un hecho tan poco frecuente como desconcertante. Una vez cada Luna azul…

Buscó rápidamente en el diccionario la palabra virión, un virus intacto, purificado, con forma de bastón y altamente infeccioso. La acepción de virus no era más halagüeña, pues hablaba de veneno, de toxina. Y las lenguas vernáculas no rebajaban la gravedad, si hasta el mismo latín virulentus, ya daba buena cuenta de su naturaleza.
Lo único que le tranquilizaba era pensar que no todos los virus producen enfermedades, y en su caso la propagación, no causaba daño alguno en los huéspedes que se iba encontrando. Aunque sí estuviese evadiendo los mecanismos de defensa de miles de personas, que no reconocían y respondían ante su agente patógeno defendiéndose, sino que lo trasmitían a otros; de persona a persona, por el boca a boca... Una velocidad de propagación que aumentaba sin parar.
Su crecimiento era exponencial, ya que el número de usuarios infectados en el tiempo era proporcional a su valor. Una cadena que creaba más y más ramificaciones de lectores que ayudaban a su parásito huésped a multiplicarse. Y así la enfermedad acababa afectando a muchos más individuos, de los que en un principio pudiera esperarse, lo que la convertía en una epidemia, en una plaga…
El éxodo recogió las plagas de Moisés, las de Antonino asolaron el Imperio Romano, la viruela arrasó América, la Peste Negra devastó Europa y Asia, y todas ellas modificaron abruptamente la historia. Sin embargo, en Internet el contagio era mucho más sutil. Pues al margen de los ataques de los crackers y hackers que poblaban el mundo virtual, este no se enfrentaba a grandes epidemias, sino a oleadas virales cíclicas que barrían la red con la misma rapidez con la que después esos contenidos desaparecían para pasar al olvido. Y en su caso la línea base de la enfermedad era ella, su bitácora.
Su blog seguía un ritmo reproductivo viral surgido sin una endemia previa, ya que fue provocado por un desafortunado accidente. Un hecho desconcertante que liberó un vector patógeno imposible de detener. Y lo peor de todo, es que no había centinelas que pudiesen hacer un seguimiento, ni controlar lo que estaba ocurriendo. Nadie a quien acudir porque detrás de todo moraba una gran mentira.
Siempre había oído hablar de los contenidos virales en las redes y conocía muchos ejemplos. Ella se había convertido en un virus, que infectaba a usuarios sensibles que propagaban su enfermedad a otras personas. No pudo sino sonreír…
Sabía que la campaña finalmente se extinguiría, aunque no pudiese adelantar cuál sería su esperanza de vida, y lo peor de todo, el coste final que esta tendría para Rona, y para todos aquellos que la rodeaban.
1 de enero de 2014
2. Luna azul:
¡Me bajo en la próxima!

La Luna azul es el fenómeno que se produce cuando en un mismo mes tenemos dos lunas llenas, siendo denominada la segunda de ellas como Luna azul. Aproximadamente es cada tres años, cuando asistimos a la aparición de esta misteriosa dama. La Luna azul, sobre todo el término anglosajón en el que tiene origen su nombre, se relacionaba con una ancestral acepción de “traidor”, porque nada bueno se puede esperar de algo que rompe el ciclo natural de las cosas. Pero acaso en nuestra vida, esa ruptura… ¿No puede traer consigo cambios importantes?
Colgó el teléfono con urgencia, la misma cantinela de siempre, que si todo el día pegada al portátil, que si no podía entender qué diversión había en estar horas y horas frente a una pantalla. Cada vez que hablaba con ella, la conversación acababa de aquella manera, un par de consejos maternos y el inicio de su cruzada particular contra el ordenador y ese dichoso Internet. Un tema que era inútil tratar de discutir con Jana su madre, porque en la proyección que esta solía hacer de las cosas, los demás siempre compartían una postura parecida a la suya, y así era difícil rebatirle nada. Era como luchar en solitario contra todo un ejército.
Estaba claro que su madre no era nativa de la era digital, pero para ser exactos, de la analógica tampoco. Cuando se ponía así, más bien parecía de la era pre – industrial, porque a Jana todos los aparatos y electrodomésticos le resultaban ajenos, extraños. Aún recordaba lo que le costó enseñarle a programar la lavadora nueva, y no digamos a manejar el mando de la televisión.
Sea como fuese, no estaba de acuerdo con sus apreciaciones, al final no era sino el mismo galgo pero con distinto collar. No se pasaba ella las horas absorta en sus libros, como si no hubiese un mañana. O sus características ojeras recién levantada, no hacía falta preguntarle por ellas, porque era fácil intuir que había estado leyendo hasta bien entrada la madrugada, incapaz de cerrar la novela. Siempre le decía, desde muy pequeña, que los libros…
—¡Te permitirán viajar a otros mundos y abandonar el tuyo por unos instantes, todo ello sin moverte del sillón!
¿No era esa una forma de evadirse como otra cualquiera? Se preguntaba. Como la de su muy admirado Don Quijote, el viejo hidalgo manchego, que perdió la razón por sus libros de caballería y decidió emular a sus héroes y vivir aventuras como éstos, acompañado por su fiel escudero Sancho. Rona, desde luego no era una heroína romántica en defensa de la honra y de los desfavorecidos, como Don Quijote, apenas si podía lidiar con su vida. Pero es que su madre a veces le sacaba de quicio, no entendía su pequeño mundo y le hacía mil reproches, sobre todo que chatease o hiciese amistad con gente desconocida por la red.
—¡Que a saber qué harán en la vida real, no sabes nada de ellos! —enfatizaba. Sonaba, como poco, inquietante, viniendo de una mujer que se carteó con su ahora marido, durante poco menos de un año antes de casarse. Únicamente lo pudo ver en un par de ocasiones, la primera cuando coincidieron fugazmente en un viaje en tren a Lisboa. Él le pidió las señas y comenzaron a cartearse. La segunda, cuando Cayetano, vino a Madrid a conocer a sus abuelos y formalizar el compromiso. Bastaron unos meses, cien cartas y un breve fin de semana para unir su vida con la del “guapo gallego del tren”, como le llamaba su tía Marisol.
Realmente, ¿eran tan diferentes las dos?
—¡Knock, knock, knock…! —El tono del whatsapp interrumpía su dialogo interno. En eso sí que tenía razón su madre, las nuevas tecnologías eran bastante inoportunas, como una visita a deshoras. Lo ignoraría, tenía que conectarse, acabar el post que empezó a escribir hace días, programar, y como era costumbre, repasar el que saldría publicado a las 24:00h. Ignorando la inesperada visita, comenzó a escribir…
“Hace unos días volvía a casa en autobús, hacía ya mucho tiempo que no cogía uno. Es lo que tiene el coche, te acostumbras muy rápido a él. Aun así, es obligado reconocer que el transporte público también tiene su encanto, incluso su "fauna autóctona". Nada más subir, mientras buscaba un asiento para sentarme, me pregunté por qué en los autobuses, ya sean de línea o urbanos, la gente se sienta en los asientos que dan al pasillo y los que están libres quedan en la ventanilla. Luego en cada parada, cuando empiezan a subir los viajeros, los que ya están sentados bajan automáticamente la cabeza para evitar el contacto visual con los que llegan, y conseguir así que nadie se siente a su lado. Si analizamos el comportamiento del homo pasillus, tiene su lógica, siente invadido su espacio al tener sentado tan cerca a un completo desconocido.
Todos tenemos nuestra "burbuja de aire" portátil cuyas dimensiones dependerán de la situación. Y no lo digo yo, lo dice la proxemia que estudia cómo la utilización que hacemos del espacio influye en la forma en la que nos relacionamos con los demás. Incluso distingue una la zona íntima… de unos 15 a 45 centímetros, de amigos íntimos, cónyuge, familiares, amantes (tenía guasa la proxemia). La zona personal en la oficina, en una reunión..., la zona social que nos separa de los extraños y la zona pública a más de 3 metros, en la que nos sentimos cómodos para dirigirnos a un grupo de personas. Volviendo a nuestro autobús, ¿cómo no iba a sentirse molesto nuestro homo pasillus si tenía a escasos centímetros a una persona invadiendo esa burbuja?
La territorialidad es innata a nosotros, así que no debemos invadir el espacio de nadie porque lo forzaremos a defenderlo. Pero… ¿Qué hacer? Cuando el único sitio que queda libre, está en la ventanilla, y una señora mayor rodeada de bolsas se sienta en el pasillo. Estamos ante el homo territorialis, le pediremos amablemente que nos deje pasar y veremos que aunque no pueda ni levantarse con la carga que lleva, prefiere causar un atasco monumental en el autobús para que pasemos, en lugar de haberse cambiado de asiento. ¡Será cuestión de territorio!”
—¡Knock, knock, knock…! –Ese soniquete de nuevo, tenía que ser importante para que insistiesen de aquella manera, y ella sabía quién estaba detrás de ese mensaje.
—Retraso del vuelo a Gatwick, necesitamos gente para cubrir el turno. —Él de nuevo, a veces se planteaba si Esteban tendría vida fuera de su trabajo en el aeropuerto, se pasaba el día allí y desde luego no le temblaba la mano cuando les hacía acudir fuera de turno.
Era un fastidio, Las lunas de Rona tendrían que esperar, realmente el dinero le vendría muy bien. Apagó el portátil, cogió el uniforme y se vistió rápidamente.
El coche no arrancaba, ese trasto viejo le daba problemas de nuevo, tendría que coger el autobús, un poco irónico ¿no? Eso le pasaba por ponerse a escribir precisamente del transporte público. Se lo tomaría como una búsqueda documental para acabar de escribir, ¡Me bajo en la próxima! Entre toda esa fauna, ella sería el homo antropologus aburridus, observando al resto mientras pasaban las paradas, solo le faltaba la libreta de campo para ir anotando los comportamientos de las diferentes especies.
Tras un trayecto que se hizo eterno y teniendo que sortear alguna maleta que otra para poder bajar del autobús, llegó a su destino. Entró en la terminal y comprobó que realmente el aeropuerto estaba abarrotado de gente. La misma rutina de siempre, pasaría el control, saludaría a los guardias civiles que estaban de turno, y al tajo, a servir copas a los aburridos viajeros que esperaban pacientemente que sus vuelos saliesen por fin. Y pensar que era un trabajo en el que entró el verano en el que acabó la universidad. Su idea era ahorrar para alquilar un piso en el barrio viejo e independizarse. Consiguió alquilar el piso, de eso no había duda, pero llevaba allí nueve largos años, y cada vez se alejaban más sus viejos sueños de trabajar como periodista, realmente había transcurrido demasiado tiempo.
Tenía que centrarse y olvidar esas quimeras, porque el pub estaba abarrotado y la tarde sería movida. Entró y notó un barullo ensordecedor, al fondo Lola, recogía los vasos de pintas, que siempre faltaban por la velocidad en la que los viajeros consumían sin parar. Quique, preparaba en la cocina dos perritos, de esas salchichas de una carne indeterminada que uno no sabía muy bien lo que estaba comiendo, pero acompañados de cebolla pochada y salsa especial estaban riquísimos.
—¡Magui! —gritó Quique—. Te necesito en la barra, esto es una locura. Siento que Esteban haya tenido que avisarte, pero no damos abasto —dijo con urgencia.
—No te preocupes. No es la primera vez, una ya se acostumbra —contestó sin mucho convencimiento.
—Dos pintas, una shandy con un poco de grosella, chips and onion y otra a la pimienta. ¡Hola Magui, no te había visto! —interrumpió Lola.
Sí ya no era Rona, volvía a ser Magui, volvía a la realidad, volvía a la rutina de todos los días…
La tarde estaba siendo muy intensa, mejor así el trabajo le impedía pensar. Porque aun estando rodeada de gente, siempre se sentía sola. De repente, mientras ponía tres pintas de sidra casi mecánicamente, recordó las palabras del protagonista del libro que estaba leyendo, Hotel Paradiso. En el libro, el viejo ingeniero decía con acritud que se dio cuenta de lo solo que estaba “…cuando el silencio se volvió unánime” a su alrededor. Sin embargo, para Magui esa soledad, ese silencio no implicaban necesariamente sentir amargura, es más si como él sostenía “la soledad esta tejida de olvidos”. Lo que precisamente buscaba ella era eso, silencio, soledad y olvido. Un refugio seguro al que recurría cada vez que en su vida se topaba con alguna dificultad. Sin darse cuenta volvió a morderse los labios, siempre lo hacía cuando entraba en su mundo paralelo y se abstraía de todo. Siendo sarcástica y si las predicciones de su madre se cumplían, de seguir así aislada de todo y de todos acabaría como la ninfa Eco, encerrada y sola. Condenada por Hera, a repetir las últimas palabras de aquello que se le decía. ¡No estaría mal!, se dijo, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía nada que decir, nada que compartir. Lo que sí tenía claro es que no acabaría como ella consumida en el fondo de su cueva hasta convertirse en una triste voz, por el rechazo y la burla de un soberbio y vanidoso Narciso. Magui no necesitaba cumplir ningún anhelo romántico pues tenía otro objetivo que la abstraía de su vida gris, sin expectativas, ni futuro.
Sí es cierto que durante mucho tiempo se sintió angustiada, pensando que todo lo que veía era lo único a lo que podía aspirar y que su horizonte y su rutina eran un límite insalvable. Pero encontró una luz, una ventana a otro mundo. Todo gracias a Rona, su avatar online. Lo utilizaba en todas las redes sociales en las que estaba, y además le había servido para dar nombre a su blog Las lunas de Rona. Su refugio, su rincón, su liberación. Allí podía hacer, decir y escribir, como Rona, lo que nunca hubiese hecho, dicho y mucho menos escrito como Magui. Era una superheroína con una identidad secreta, que debía proteger. Un anonimato que tenía algo muy especial para Magui, porque ella como la mayoría de las personas, en mayor o menor medida, era una gran anónima que permanecía oculta, pero que se convertía en una heroína espontánea en muchas situaciones cotidianas de su día a día. Y desde ese espacio oculto, tenía la capacidad de hacer grandes cosas que de otra forma se le habrían negado.
Quique le pidió que saliese a la terraza, acababa de producirse un retraso en la salida de un vuelo y en unos minutos tendrían a los malhumorados pasajeros allí. Todo debía estar listo. Pero ella continuaba distraída, o más bien perdida, enredada entre sus pensamientos. Una habilidad que cultivaba a conciencia, consiguiendo desviar su atención a todo menos a lo que debía estar atenta, como si fuese algo mecánico en su naturaleza que no pudiese evitar. El caso es que tan absorta estaba en sus cavilaciones que al salir por la puerta trasera para recoger la terraza, no vio que Lola, acaba de fregar una zona en la que se había derramado una bebida. Un segundo, un mal paso, un resbalón y Magui, acabó estrellando su cabeza contra la barandilla de madera maciza. De la fuerza del golpe cayó de espaldas al suelo quedando inconsciente.
Abrió los ojos, pero no sabía dónde estaba, ni el tiempo que llevaba allí tirada en el suelo. Perdida la noción del tiempo, solamente apreciaba a ver borrosa, la cara desencajada de Quique. Parecía que este gritaba algo, pero era imposible oírle, porque la única sensación que su cuerpo le permitía sentir era un intenso dolor y sin avisar… La oscuridad.
El despertar, fue aún más extraño que la caída, con su compañero a su lado mientras tomaba conciencia de que estaba en una ambulancia camino del hospital. Era incapaz de hablar y mucho menos de mantenerse despierta, todo era muy confuso. Una nube, una opresión se apoderaba de su cabeza y pensamientos. Una sensación extraña que la transportaba a ese espacio confuso que existe entre la realidad y la subconsciencia, donde nada es lo que parece y la razón deshace a su antojo. Ante sus ojos iban desfilando los personajes sobre los que acababa de escribir, parecían más reales que las formas y personas que apenas si podía identificar. Como a su llegada a urgencias, en la que le hubiese gustado esfumarse, convirtiéndose en el homo literatus que ajeno a todo, sacaba su libro y no levantaba la mirada de él hasta que llegaba a su destino, desapareciendo. Pero en su caso era imposible huir de allí.
Quique le pedía mil y una explicaciones para que relatase cómo había sido la caída, pero ella escuchaba su voz opaca, pixelada como su imagen. Sin duda, él era el homo parlante compulsivo, de su artículo, que agazapado en su asiento esperaba paciente a que algún desdichado se sentase a su lado para comenzar a hablar sin parar. Pero Magui no podía contestarle, ni tranquilizarlo, intentaba asentir, sonreír, pero le era imposible, la bruma volvía. Se sentía incapaz de comunicarse, solo acertó a cerrar los ojos… Y de nuevo la oscuridad.
El tiempo se había detenido, por hoy Rona había concluido su recorrido, así que solo pudo decir... ¡Me bajo en la próxima!
¿Os ha parecido interesante? Pues atreveos a vivir una historia cercana y actual... a la par que interesante por los muchos temas a los que nos acerca.
Libros Mablaz publica en estos tres blogs, cada uno para una necesidad: Todos los géneros - Ciencia Ficción y Fantasía - Introducción a las Obras  y tiene Catálogo de libros en su Web de venta, con gastos de envío gratis, además se pueden pedir sus libros en grandes librerías.
 FELICES LECTURAS
 
  

lunes, 4 de julio de 2016

Blattaria. Antonio Florido

BLATTARIA, es la novela ganadora del: 
II Premio Somnium de Ciencia ficción y fantasía, convocada por la editorial Libros Mablaz.
-Disponible en la Web editorial (sin gastos de envío), pinchando en: Blattaria ,o pidiéndolo en Librerías, Casa del Libro... con su ISBN:  978-84-944937-7-5
-Más datos del libro, en Blog Libros Mablaz; desde la biografía del Autor, accediendo a todos los títulos de Antonio Florido en Editorial Libros Mablaz.
 

Sinopsis

El amor no estremece las voluntades. Es el miedo. El miedo en todas sus manifestaciones. El terror cerval de los hombres a la soledad, a ese misterioso hueco que no comprendemos. El amor es, en todo caso, un ardid para enmascarar esa terrible angustia existencial que arrastramos desde que nos traen al mundo. Llega, se acomoda, huye. No como el desasosiego, que se introduce en el tuétano hasta que morimos.

Este libro va dedicado a todas las mujeres maltratadoras. A todas las esposas violentas. A todas las que insultan, golpean, humillan, menosprecian y asesinan a sus esposos…

Hablamos de esposas que invaden los espacios y los tiempos de ellos. Mujeres que, en su terrible debilidad, cruzan la frontera yendo más allá, a ese lugar que todo ser humano tiene prohibido: El otro. Salirse de uno mismo para asediar a la pareja no es humano. Es animal. Tal vez una exaltación miserable o un instinto insectívoro. Muchas de ellas usan la violencia para esconder su propia inmadurez, con la tranquilidad de saber que el sistema las ampara y las protege. Otras arrojan a sus hijos contra ellos, como dardos que hieren. Estas mujeres no aman. No pueden. No saben. Cosifican al marido y a los hijos. Son insensibles, arrogantes, eternas.
Una plaga.
Blatta repetida, multiplicada.

Si queréis adentraros en el libro, podéis leer el primer capítulo:


    Sobre la cama se dibuja el perfil quebrado de Remigio Sabín. El hombre acaba de despertar de un sueño muy extraño. Yace boca arriba, con las piernas estiradas y los brazos pegados al cuerpo. Parece un cadáver que haya cobrado vida. Con desgana retira la sábana y apoya sus pies sobre el suelo. Aún no se decide a encender la luz de la mesilla. Tiene dentro un no sé qué semejante al miedo. En el hueco negro del cuarto el cuerpo de Remigio Sabín, seco, esquelético, suda por el vapor acumulado. La puerta está cerrada. Ha llevado cerrada toda la noche. Como la ventana. La única de la habitación, que mira hacia uno de los pasillos de la vivienda. Huele a moho. Y a transpiración. El frío de las losas, intenso, gatea sinuoso por sus tobillos buscando la zona torcida. Al pasar por las rodillas los huesecillos le tiemblan y rozan unos con otros. Pero el murmullo es tan débil que nadie podría percibirlo. Remigio Sabín se toca los párpados y con las yemas de los dedos los aplasta levemente. Siente placer frotando la piel escamosa y peluda. Con dos o tres pasadas el hombre, despierto ya del todo, comienza a reconocer la oscuridad. En ese pozo ennegrecido por la ausencia del día, la mente se le vuelve más lúcida y penetrante. Luego abre sus dedos y peina los cabellos hacia atrás, con un deje presumido. La superficie de la cama, desligada por fin del peso del cuerpo, recupera lentamente su estado primitivo. Y el calor que impregnaba las sábanas se eleva ahora hasta el techo en una gasa informe. Remigio Sabín respira con dificultad. Apenas un silbido que entra y sale de un pecho hundido. El hombre acaricia su torso y juguetea con la punta de los dedos, como si estuviera rascándose. Es, puramente, un acto reflejo. Espontáneo y entretenido. No más. Cuando pasan unos minutos nota el calambre brotar de sus extremidades y Remigio Sabín se estira buscando los límites desconocidos, la distancia máxima entre sus manos. ¿Pretende acaso alcanzar las paredes, los extremos ocultos y callados del dormitorio? El bostezo deforma sus labios creando en el silencio una máscara deforme. Sus dientes aparecen de pronto en una hermosa línea, como granos de maíz, pequeños, redondos, amarillos.
Una noche densa e inquieta soñando con imágenes desconocidas. Remigio Sabín permanece inmóvil, callado, tratando de oír cualquier minúsculo signo de vida. Luego se pone de pie con un ligero temblor de las piernas. El hombre, desnudo, muestra los ondulados pliegues de la carne. Está muy delgado. Porque desde aquello apenas si come. Y bebe lo necesario para no entrar en una desesperación innecesaria. Piensa en ella. Aun dentro de la oscuridad cree apreciar la mirada inquisitiva, la altivez de su figura, la pose exacta de su nervio. La ama. Desesperadamente. Igual que un niño de pecho. La necesita para vivir los días que le quedan.
Distraído, Remigio Sabín dobla la figura en busca de la perilla. Cuando la encuentra la toma entre sus manos y la luz se hace de pronto, disparada del foco rodeado de una tulipa de colores vivos, violáceos, que dan a la habitación el hechizo de un cuento de hadas. Los ojos guiñados parpadean, doloridos. Hasta que la nueva realidad se acomoda a su endebilísima existencia, Remigio Sabín se muestra indeciso, pastoso. Un junco en el suelo movido por el viento suave del raso daría una sensación más compacta que la de él en medio del cuarto.
Unos pasos se acercan desde la distancia. El rumor de una tela sobre unos muslos carnosos. Remigio los percibe. Tiembla. Se agacha. Y enrosca su cuerpo desigual en un rincón cercano, justo al lado de la ventana, bajo ella. Abraza el hombre sus piernas con unos miembros muy largos y huesudos. El leve bisbiseo se vuelve cada vez más sonoro, acercándose. Alguien viene hacia él. Ella. No podría tratarse de otra persona. La cerradura de la puerta gime cuando entra en el hueco la llave. Una vuelta, dos vueltas. Luego un golpecito del acero en la lámina que le separa del vacío. La puerta se abre. Lo justo para no poder salir y para que nadie pueda entrar. La mano asoma. En uno de sus dedos estalla un cristal opalino. Sostiene una bandeja azul. Sobre ella una taza humeante y al lado unas pastitas, una servilleta y un vasito de agua. La bandeja la colocan en el suelo y después cierran de nuevo la puerta dejando la habitación como al principio. No ha cambiado nada, piensa el hombre. Solamente algunos objetos que alteraron su posición durante unos instantes. Obedeciendo tal vez la inteligencia de alguien o simplemente por el azar, que suele ser así de caprichoso y de reservado.
Remigio Sabín sigue sentado sobre el suelo. Siente los huesos propios clavados sobre la superficie dura. Y sus brazos, velludos, continúan abarcando unas líneas óseas que le permiten caminar de vez en cuando. Cuando imagina que ella ya está lejos, despliega su cuerpo, se apoya sobre la pared con la palma de la mano y, con un esfuerzo titánico, se pone otra vez de pie. Han pasado unos minutos en el seno del silencio y de la soledad. En verdad ―se dice― apenas si tiene hambre. Se acostumbró con el tiempo al ayuno. Cada día menos. Cada día menos. Cada día menos. Desde el comienzo de todo. Ahora ese todo estaba tan lejos en su memoria que le daba miedo pensar en lo sucedido. Sin embargo, Remigio Sabín seguía siendo una persona inteligente y algo dentro de él insistía en que continuase alimentándose. Instinto. ¿Instinto? Puede. O el destino. Nunca se sabe. Pasito a pasito camina por el cuarto hasta llegar a la puerta. Una vez en ella se agacha y toma la bandeja por los filos, para evitar la inclinación que traería consigo el desastre. Vuelve, se detiene, piensa, duda, y decide comer esta vez sobre el borde de la cama. En otras ocasiones se encontraba tan débil que lo hacía sentado, al lado mismo de la puerta, apoyado sobre la pared, la espalda ligeramente encorvada. Hoy, sin embargo, había decidido, nadie sabe bien el motivo, hacerlo sentado sobre lo tierno. Como un señor de postín. Toma la cucharita y la introduce en la taza caliente. Remueve el líquido. Huele bien. Leche de niño. Calentita. Azucarada, como a él le gusta. Hay tres pastas. Una cuadrada, con granitos de azúcar desparramados por lo alto. Brillan esos granitos. Estrellas en la luz artificial, piensa. Otra triangulada. Casi equilátera. Con un nombre grabado sobre la masa. Letras grandes, huecas, curvas, que dejan bien claro la marca del alimento. La última, redonda. Suave su sombra sin fin. También azucarada. Remigio Sabín se lleva a la boca la pasta cuadrada y la triangular. Las ha mojado rápido en la leche caliente. No mucho tiempo porque si se pasa se ablandan tanto que caen al fondo. Y sabe que eso le da mucho coraje. Mastica despacio. Y como está solo no le importa dejar la boca casi abierta, aunque se vea la comida mientras engulle. Total, como no hay nadie sobran las posturas adecuadas. Al acabar de comer, cuando ya ha notado la bajada de las pastas por el esófago, toma la taza con mucho cuidado y la acerca a sus labios. Bebe. De dos sorbos en dos sorbos. Paladeando. Gustando el sabor de la bebida. Sólo cesa un poquito al llegar al fondo. Entonces, agita la taza en el aire dando un movimiento de giro a su muñeca. Y al final, de un solo trago, termina. Remigio Sabín sabe que hasta que no pasen unos minutos la puerta no volverá a abrirse. Pero como el hombre duda si le entrará o no de nuevo el sueño, se retira de la cama, volviendo otra vez hasta su rincón. Allí se vuelca mirando hacia abajo, donde se juntan las dos paredes anguladas con el suelo. Está con las tibias apoyadas en las losas, con las rodillas juntas y los antebrazos casi paralelos. La vista fija en un agujerito oscuro. Con la punta de sus dedos y ejerciendo un ridículo esfuerzo, desmenuza trocitos de la pasta redonda que no comió. Porque el hombre la reserva para el animalito que sale del hoyo en cuanto huele la comida. Los polvos azucarados tardan un poco en crear el milagro. Pero sabe que todo llega. Alguna vez sucede lo que tiene que suceder. No es más que esperar. Saber esperar al momento exacto. Y cuando este momento llegue, permanecer atento al animalito negro, a sus patitas quebradas como las suyas propias, alerta a la boquita que se abrirá y se cerrará llevando consigo figuritas pequeñísimas de pasta. Así, el animal ovalado, de aspecto agradable, con el abdomen blando y gris, logrará llenar un poco más su despensa, para el frío que se acerque de improviso. Remigio Sabín observa de cerca, dilatando sus pupilas hasta el dolor. Y callado, todo lo callado que un ser humano puede estar cuando su alma se encuentra casi desleída. Por este detalle Remigio Sabín pasará el día y la noche siguientes en plena felicidad. Aunque la dicha completa, sabe él bien, no podrá ser. Salvo que ella decida entrar. Como aquel día de hace tanto. Cuando todo fue resuelto y calculado. Si ella le visitase, si entrara en la habitación, si se sentara en el filo de la cama, con él, junto a él, pierna con pierna, si esto sucediera… Pero, para qué fantasear en lo que el mundo ha negado desde que es mundo. Sabe que esos pensamientos han sido solamente un pequeño disparate fruto de su mente ridícula. ¡Tantas veces lo oyó! ¡Tantas! Hasta que la idea le fue cuajando en el ser y Remigio Sabín comenzó a partir de ahí a pensar que él no era como todos los demás. Es verdad que, por fuera, cuando se encontraba frente al espejo o al hablar con sus compañeros, no apreciaba ninguna diferencia digna de reseñar. Todo eso era cierto. Pero ella insistía tanto…
La puerta se abrió de nuevo. Ha cogido a Remigio Sabín distraído. Absorto en sus pensamientos recurrentes. El pecho del hombre dio un brinco. Del susto, claro. Tosió. Volvió a toser con la boca tapada por un puño irregular. Ella ha entrado en el cuarto. Camina despacio observando detenidamente, casi con cariño, lo poco que hay. Porque la habitación de él es posiblemente una de las habitaciones más austeras del mundo. O tal vez la que más. Ella anduvo hasta la mesilla, sin mirarle. Colocó el librito derecho, con sus dedos finos, blancos. Recogió del suelo la ropa sucia. La mujer comprobó el olor acercando las prendas a la nariz. E hizo un mohín de asco. Remigio Sabín, desde abajo, enroscado, la observaba con un aire de tristeza y de miedo. Con los ojos hacia arriba, el hombre no se atrevía a murmurar nada. La mujer se agachó y tomó la bandeja que yacía sobre la cama. Lo hizo con una mano. Con la otra agarraba las ropas encogidas. Quedó de pie, en medio del cuarto, durante unos instantes, pensativa, atravesando con la mirada todos los pormenores. Luego, volviendo en sí, se dirigió hacia la puerta, atravesándola. La llave sonó, agria, en sus dos vueltas. Más tarde, cosa de unos minutos, alguien abrió ligeramente la ventana. Remigio Sabín se alegró. Necesitaba un poco de aire sano y fresco. Y oxigenar el cuarto, que apestaba a fracaso y a sudor. Ya no volvería hasta bien entrada la noche.
El tiempo en la habitación consistía en un trasiego constante de pensamientos y de imágenes por la mente del hombre. Era imposible otra cosa. La luz de la mesilla casi siempre encendida. Menos en esos momentos de descanso, de tarde en tarde. O para dormir. Cuando el cansancio llegaba. Porque no estaba claro si el día o la noche se habían volcado sobre ellos. Dentro era otra cosa. Más embebido. Más trágico. Igual que una obra de teatro de la que esperas alguna escena conmovedora y de la que no obtienes más que silencios y rostros desencajados. Remigio Sabín observó el agujerito del rincón. El animal se había escondido. Pero no por temor. Con él, pensaba, nadie debería jamás sentir eso tan horrible. Él era un hombre bueno. Un alma sensible. A pesar de cargar con la arrogancia de sus pensamientos, el bueno de Remigio Sabín intuía que su corazón chorreaba sencillez. Ya de pie caminó dando un paseo como todas las mañanas. Recorría el rectángulo de tres por cuatro dando vueltas. Lento. De lo contrario llegarían los mareos. Y los giros imaginados solamente en su cerebro. Le pasó una vez al principio de todo. Aún desacostumbrado al tamaño del cuarto se puso a caminar más rápido de lo debido y al poco su cuerpo cayó sobre el suelo. Luego, a cuatro patas, consiguió agarrar el filo del colchón y arrastrar su peso hasta colocarlo sobre la cama. Ya no más, se dijo. Nunca más. Pero hoy, Remigio Sabín avanza tan despacito que tarda varios minutos en alcanzar el confín de su territorio. Luego tuerce a un lado, observando la pared, las pequeñas manchitas que aparecieron cuando aún él no había llegado. Los cuadros colgados. De flores. O de él mismo, de pequeño, en la comunión. Se entretenía colocando cada uno correctamente, imaginando su derechura, creando en su mundo una ficción, una mentira. Así recorría la estancia formando con sus pies infinidad de rectángulos invisibles en el suelo, redondos por las esquinas, amontonados unos sobre otros. Un camino sin ningún objetivo claro...


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jueves, 5 de mayo de 2016

Piel de cemento y otros Relatos. Ana María Lorenzo

Piel de cemento y otros Relatos, de Ana María Lorenzo, lo encontraréis, pinchando en:  Web de Libros Mablaz (siempre sin gastos de envío), o pidiéndolo en Librerías, Casa del Libro... con su ISBN: 978-84-944937-9-9
Más datos del libro, en Blog Libros Mablaz; desde la biografía de la autora y datos de todos sus libros en la editorial, de Poesía, Novela, Cuentos, y Relatos: Libros de Ana María Lorenzo

Sinopsis 
Nos encontramos ante un libro de relatos un tanto curiosos e incluso, a veces, llenos de mensajes abstractos.  La obra en sí se enmarca dentro de una tradición y preocupación por el hombre, ya fuera volcando la temática hacia lo fantástico, reflexivo, crítico o trabajada en pro de la solidaridad social.
Sea como sea, vemos una literatura sapiencial, de legítima búsqueda de los perennes valores del hombre que harán las delicias al lector.

Si queréis adentraros en el libro, aquí os mostramos unas páginas:
-Parte del magnífico prólogo que encabeza el libro:
...Ante la idea de que la vida moderna está matando las virtudes espirituales del hombre, Ana María trata de buscar lo auténtico, lo humano y en algunas ocasiones trascender; así como buscar a través de alguno de sus cuentos navideños, o como el delicado relato a la senectud Mi niña esa parte sensible y emocional del niño que todos llevamos dentro.
Observamos cómo a menudo se deja llevar por el encanto de la lírica ajena a la estricta continuidad narrativa cual si fuera una forma inconsciente de autobiografía de ella misma.
Se nos muestra una autora rebelde que cree en la unidad y universalidad de todo lo que existe y que anhela la sencilla e impersonal libertad literaria, mezclada armoniosamente con todas las cosas.
Encontramos mensajes sencillos en sus relatos cotidianos como En la molinería, otros relacionados con la violencia de género: Sirena negra o La rosa de Té...



RELATOS:
PIEL DE CEMENTO
-Muy bien, entonces escuchad lo que tengo que decir –dijo la anciana-. Es verdad que en tiempos antiguos se ofrecía sangre a los dioses para evitar la pérdida de un jefe poderoso o de un hijo querido, pero hoy día las creencias y fórmulas no son las mismas. Hoy se sabe que sólo hay un Dios Único sin sexo ni forma. Rezadle como habéis hecho siempre para que vuelvan vuestros maridos a puerto. Ahora podéis ir en busca de la leña para preparar las hogueras y el recibimiento de los hombres. Dejemos de lado los pensamientos oscuros, al menos durante un tiempo.
Las mujeres del pueblo habían pasado varias semanas recorriendo la zona en busca de leña y observando dónde crecían las flores silvestres. Después de la hoguera, las recogerían a la luz de la luna para tejer guirnaldas. Cuando el sol, hundiéndose tras el horizonte, doraba las hojas más altas de los árboles, salieron de su cercado y caminaron hasta el pozo donde se celebraban los actos más importantes. Desde allí se contemplaban los fuegos que surgían de todos los pueblos costeros, salpicando las orillas como estrellas anaranjadas junto a la alargada luz que los faros producían a lo largo de la costa.
- Mira, abuela – se dirigió Emi a la matriarca del grupo – Ahí están los montones de leña de nueve especies diferentes de árboles por cada barca.
En la víspera del primero de mayo se preparaban dos hogueras especiales, una para el sol naciente y otra para el sol poniente. El honor de encenderlas correspondía siempre al más anciano de la zona. Aquella noche tocaba a Izan empuñar el parahúso de encender para sacar un fuego virgen del roble. El hombre, se acaloraba sobre el montón de leña. Agitaba con furia el arco que hacía girar el palo cuya fricción haría arder la yesca. Por fin las astillas prendieron, pero las llamas que surgían no podían compararse con la alegría que ardía en los ojos del viejo.
La matriarca se sentó en un peñasco junto a su nieta. Ambas oteaban el horizonte esperando ver aparecer los barcos de pesca. Emi, observaba feliz todo el ritual de bienvenida que se había preparado.
-¿Por qué el pueblo de Virpiel no enciende luces y hogueras en este día, abuela? – Preguntó curiosa.
- ¡Ay, hija…! – Exclamó la anciana con un suspiro – Es una historia amarga la que lleva encerrada en sus entrañas.
-¡Cuéntemela mientras esperamos! – Insistió la joven.
La mujer la miró y dijo:
-Sea así, querida. Tarde o temprano, algún día te enterarás. Ocurrió hace mucho tiempo, antes de que vinieran tus padres y tú al mundo. Yo era pequeña cuando nacieron en estas tierras dos jóvenes. El destino quiso que al llegar a mayores, cuajara el cariño que se profesaban en una historia de amor. Él se fue a estudiar arquitectura y ella medicina. Cuando terminaron sus carreras volvieron de nuevo, se casaron e instalaron aquí. Entonces Virpiel no existía, eran unos prados preciosos con unas vistas al mar que hacían gozar los ojos. Se les veía pasear por los acantilados acurrucando su amor entre los brazos.
La vida a veces es ingrata. Un día la mujer cayó en una especie de trance, catalepsia o lo que fuera. Él la dio por muerta y con los ojos inflamados por la pena sufrida, sintió como su corazón se volvía de piedra a pesar de que el padre Edmundo le aconsejaba tuviera fe, rezara e hiciera la señal de la cruz. Sin embargo, en nada aliviaba
... (podéis continuar leyendo en el libro)


EL PÁJARO NEGRO
Las cosas podrían haberse arreglado si hubiesen hablado de aquel día sólo una vez, si lo hubieran analizado con franqueza. Pero resultaba imposible. Su pasado estaba enterrado en ella como una punta de flecha rota con la que se puede vivir a condición de tener cuidado y no tocarla nunca porque si lo haces, se pone de nuevo en movimiento y esta vez irá directa al corazón.
Lo observaba a la última luz, cuando se detenía a contemplar el Cantábrico, entrecerrando los ojos a causa del resplandor dorado. Ha sido un largo camino desde aquel pequeño espejo del cuarto de baño hasta el mar que se abre a la vastedad del cielo. Parece tan sereno, que al mirarlo nadie pensaría sus anteriores palabras: Dolido, confuso, colérico. Sin embargo, seguían clavadas en algún lugar dentro de él. Tenía que localizarlas y arrancarlas. Pero no podía hasta que le explicara la totalidad de su dolor.
-¿Qué más, dime, qué más te irrita tanto?
Guarda silencio un momento. Raquel creía que lo negaría. Entonces susurra con la voz tan baja que tiene que esforzase para oírlo: "¡El pájaro!"
Sí, aquel precioso pájaro negro que ya había contemplado a través de las vidrieras de su trabajo mientras esperaba que sonara el timbre de salida; aquel pájaro que apareció como por encanto y desapareció en el cielo con sus ojos tristes de rubí y su grito sobrehumano. Soñaba con él de vez en cuando y al despertar, le escocía la palma de la mano allí donde sus uñas se clavaban en el deseo de fundir al ave.
Como presagio de historias extrañas por venir, el pájaro había retornado a su vida posándose inmóvil y atento todos los días en el alero de la ventana de la cocina. Es entonces cuando empezó a comportarse de forma extraña y cuando las cosas comenzaron a ir mal entre ellos.
Él se había dado cuenta de que le sucedía algo. Había intentado dialogar con ella, pero sus pensamientos y recuerdos estaban formados por plumas e imágenes abstractas que no sabía explicar. Por las noches, en sueños, aparecía el pájaro negro. Le oía gritar y mencionarlo. Izan quería saber y Raquel, callaba. No tenía palabras para remover el pasado. Eso le enfurecía y provocaba discusiones. La última vez que habían peleado había sido en el cuarto de baño, mientras se afeitaba. Ella estaba detrás de él, contemplando su imagen en el cristal azogado cuando de pronto vio reflejada al ave en el espejo.
Gritó. Adolfo se cortó y comenzó una discusión absurda.
Cada día que pasaba la tirantez entre ellos aumentaba. Su convivencia se había convertido en un fino hilo tan tenso que en cualquier momento podía romperse.
En el pasado habían tenido que salvar muchos obstáculos para llegar a realizar sus sueños: largas separaciones, cambios de domicilio, abandono de vidas pasadas, amigos... y ahora, el pájaro estaba ahí, presente, como creando un extraño maleficio entre ellos para acabar con el trabajo realizado. O quizá el sortilegio fuera sólo contra ella, enmudeciendo las palabras y bloqueando en la mente los recuerdos.
Algo claro tenía: Lo amaba y no podía perderlo. Tenía que descubrir la forma de retenerlo. Debía de alejar a ese pájaro de sus vidas como fuera. Fue entonces cuando vio aquella película en el cine donde entre pucheros de comidas y aromas se podía abrir el apetito necesario para alcanzar la felicidad y producir impresiones sorprendentes en las personas. Así que Raquel comenzó a esmerarse en la preparación de los alimentos más sencillos, con la esperanza de que hicieran el efecto deseado para salvar su matrimonio.
Todas las mañanas se levantaba temprano, acudía a la cocina y a la vez que contemplaba la imagen familiar del pájaro posado en la cornisa de la ventana, comenzaba, como si de un ritual se tratara, a hacer los preparativos para ofrecer una exquisitez a su amado con el fin de que apaciguara el mal humor y volviera a sentirse atraído por ella.
Llegó el momento donde consideró que debía realizar un ataque directo para recuperarlo. Era demasiado peligroso seguir presionando la relación. Aquel día consideró que sería bueno preparar un caldo de pechuga de pollo con apio, zanahoria y puerro para suavizar su garganta y hacer que sus gritos no se oyeran; después, pensó sería bueno acompañarlo con un ave en salsa de pétalos de rosa (como había visto hacer en la película) para que cada bocado penetrara en lo más profundo de su corazón y la contemplara. La leyenda atribuye a las hojas frescas de menta propiedades afrodisiacas, así que para estimular el apetito sexual, añadió a una jarra de agua mineral, un puñado de las citadas hojas de menta partidas por la mitad y la peladura de un limón y una naranja. Quizá fuera deseable poner un pequeño entremés de salpicón de marisco con pepino y guindilla, eso le daría el toque de picardía que necesitaba recuperar. Emplearía aceite de brahmi para tranquilizarlo y un Fino de solera que acompañara la comida. De postre, como final del experimento, unas fresas bien ornamentadas con una muy sugerente guayaba tierna, sonrosada y dulzona, que podrían ese punto erótico necesario para el acercamiento total.
Manos a la obra. Mientras Adolfo se duchaba... cómo terminará este apasionante relato... Todos ellos en Piel de Cemento






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